
Son mujeres que conviven con el virus del sida y pensaron que nunca serían mamás. Pero gracias a los médicos de un hospital público, hoy pueden pasar la Nochebuena con el mejor regalo que les pudo dar la vida: un hijo que nació sano.
La sala de partos se llena de pasos ansiosos. Ella, con la panza tan enorme que parece que un instante más y estalla; así de grande, así de hermosa, así de redonda. Está desnuda sobre la camilla. Sus pechos gigantes revientan de tanta leche. Este es el día y la hora fijados para que nazca su beba. Es una nena, ya lo sabe.
Sus brazos están conectados a un líquido incoloro que le recorre las venas. Es AZT, el retroviral más conocido por aquellos que tienen el virus del sida, como María. Afuera, en el pasillo del Hospital Durand, su marido, Fabián S., está inquieto. Se sienta, se para, se apoya contra la pared vidriada, mira a través de los ventanales. Allá afuera, sobre la avenida, todo sigue igual; la vida cotidiana no se detiene. Sin embargo, para él, el mundo parece haber entrado en otro plano. Verá la cesárea a través de una ventana, pero enseguida podrá tener a su hija en brazos...
Sus brazos están conectados a un líquido incoloro que le recorre las venas. Es AZT, el retroviral más conocido por aquellos que tienen el virus del sida, como María. Afuera, en el pasillo del Hospital Durand, su marido, Fabián S., está inquieto. Se sienta, se para, se apoya contra la pared vidriada, mira a través de los ventanales. Allá afuera, sobre la avenida, todo sigue igual; la vida cotidiana no se detiene. Sin embargo, para él, el mundo parece haber entrado en otro plano. Verá la cesárea a través de una ventana, pero enseguida podrá tener a su hija en brazos...
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